septiembre 13, 2010

El lenguaje de la confrontación


En los últimos tiempos, el lector y seguidor avisado de los debates políticos en Argentina, suele oír que tal o cual periodista, político o líder sindical actúan o bien desde el individualismo más extremo, o bien llevados por intereses ajenos a los propios. En ambos casos nunca son las ideas las que llevan a la acción. Esa operación de “denuncia” supone, de manera implícita y reductora de una enorme complejidad, que las personas actúan o bien con una “lógica utilitaria” -eminentemente individual e interesada- o, en todo caso, “llevados” por relaciones institucionales de subordinación.

Así oímos a un periodista exclamar que “Kirchner es extremadamente ambicioso” que “está fuera de control” o que los periodistas que defienden al gobierno “reciben un buen sueldo del gobierno”. Nos cansamos de oír que “Los Kirchner nunca hicieron nada por los derechos humanos y lo hacen ahora, para ganarse el apoyo progresista” o que “manipulan la memoria de la década de 1970”. En acusaciones cruzadas se oye permanentemente la frase “¿para quién trabajas?” como si en esa intención de develar las relaciones de empleo pudiera iluminarse la razón de una expresión, un dicho o una actitud pública. Todavía más grave es oír de ciertos gestores que un tema “está siendo politizado”, como si lo “politizado” fuese “responder a intereses espurios”. Eventualmente oímos expresiones tales como “los políticos son todos ladrones” o, incluso, desde algunos sectores de la prensa oficialista, se oye que tal o cual periodista dice lo que dice “porque responde a los intereses de sus patrones monopólicos”.

El pensamiento resulta entonces, inequívocamente, un reflejo de operaciones de interés individual o de relaciones de poder. Existe una enorme dificultad en reconocer que allí, en el pensamiento mismo, hay “realidad” y que lo que está en juego en el conflicto, más allá de las posibles ambiciones personales o las complejas relaciones institucionales de poder son, sobretodo, proyectos políticos –formas de pensar- divergentes.

¿Porqué alguien hace lo que hace? El problema de la racionalidad de la acción política, como de la acción en general, ha sido tal vez el nodo problemático más importante de las preguntas que las personas se plantean permanentemente sobre las otras personas, porque efectivamente en ese conocimiento se apoya la posibilidad de la confianza que asegura el intercambio (no siempre pacífico) de bienes (economía), signos (comunicación) y poder (política). El sentido común moderno y la lógica de la racionalidad utilitaria han desarrollado una enorme capacidad para anular la posibilidad de otras formas de acción, encubriéndose en una efectiva concepción que considera que esa lógica resulta universal. Las ciencias sociales, y particularmente la antropología, se han cansado de mostrar el carácter relativo de esa universalidad y el carácter eminentemente restrictivo y parcial de la separación entre acción y pensamiento, incluso en los ámbitos más “centrales” de ese moderno sentido común.

Sin embargo continuamente seguimos oyendo a viva voz que la separación entre utilitarismo e “ideas” resulta determinante. Para esta particular mirada, las “ideas” resultan una suerte de cáscara, halo independiente o, en todo caso, un forma de decorar al utilitarismo y las relaciones de poder. Lo que las personas “hacen” y lo que “dicen” está separado por un abismo infranqueable y la función de la “crítica” –nos dicen- es mostrar que entre unas y otras no hay correspondencia directa. Siempre la acción política se reduce al interés económico, la búsqueda de status, la diferenciación social, la subordinación al gobierno de turno o a la cúpula empresarial. La capacidad para distinguir quien en “coherente” y quien “no lo es” resulta un atributo de una suerte de casta sacerdotal secular que piensa la política a partir de “egos” y “transas”, “ambiciones” y “redes de poder”. Esta singular perspectiva supone que los que “piensan” son solo ellos, los otros ni siquiera son reconocidos como oponentes, sino “impulsados” por su avaricia –localizada en el fuero interno de la persona- o “llevados” por la manipulación y la dominación política – reducida a relaciones externas de la persona-.

Este tipo de análisis, expresado de forma más o menos sistemática, olvida que la acción política siempre es pensamiento. O, mejor dicho, no existe una sin la otra. Separarlas no es más que una operación que niega la posibilidad de entender y confrontar “formas de pensamiento”. Negarle ese estatuto a un oponente y acusarlo de “ambicioso” o “manipulado” no solo disuelve la posibilidad de “tomarlo en serio”, sino que renuncia a discutir lo verdaderamente importante que se tiene para decir. Tal vez porque eso lo que quiere decirse solo pueda presentarse en el lenguaje de la confrontación.

No hay comentarios.: